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.Desde que hube oído aquellas blasfemias, em-pecé a comprender y a despertar como deben des-pertar los enterrados vivos dentros de su tumba.¡Pero yo no podía creer aquello.! ¡No.no era po-sible! ¿Cómo había de soportar tan espantosa idea?No sé cómo volví a recorrer el camino, ni cómopude decidirme a subir de nuevo a casa de mi bienhechora, la amiga de Berenice.Sé que me encontréallí, y que aquella mujer hubo de repetirme, llena deconsternación, en presencia de mi doloroso espan-to, poco más o menos lo que aquí acababan de de-cirme.Era verdad, ¡horrible verdad! Berenice se habíaunido a aquel gigante entre sajón y salvaje; si su al-ma era mía, a él había entregado o vendido su cuer-64E L P R I ME R L OC Opo santificando el abominable contrato por mediode un inicuo juramento.¡Mi pobre niña.mi ángelcustodio en brazos de aquel bárbaro, que hacía re-cordar los feroces guerreros germánicos, con suscabellos rojos y sus manos y sus pies de gigante! ¡Midiosa, mi ídolo, mi pequeñuela, tan graciosa comouna hada; tan espiritual, tan sensible, tan pura y tanmía, satisfaciendo los brutales deseos de aquel ani-mal de carnes rojas y alma de piedra!Nunca había sentido yo celos de la que mi almaposeía plenamente, ni imaginara siquiera que podríallegar nunca a tenerlos; hay suposiciones que casipueden tenerse por crímenes.Yo confiaba en ellacomo confían los fatalistas en el destino y los cre-yentes en Dios, cuyas promesas no pueden dejar decumplirse.Berenice era lo que decimos mi ab-eterno, y es inmutable lo que allá se ha ordenado;por eso sigue perteneciéndome.pero.dejemosahora esto.Te decía que nunca había tenido celosde ella, y que hasta me creía exento de esa pasión,castigo el más horrible de los pecados del amor, yque es fuerza que sufra todo el que ama con exceso,a fin de que la tierra, tal cual Dios lo dispuso, no sealugar de placer en el que le olvidemos sino de expia-ción y de tránsito nada más.Desde el momento,65R O S A L Í A D E C A S T R Opues, en que a vuelta de oírlo y de pensar en ello, y,sobre todo, de no verla en parte alguna, pude pene-trarme de que ella era materialmente de otro, de quehabía huido, ese terrible mal de los celos, al cualhabía creído poder sustraerme, me hirió como aningún otro ha herido.En mi corazón acumulósede repente la esencia mortífera de todos los dolores,y empezaron a devorarme cuantos horrendos de-seos puedan atormentar a los hijos de la muerte.Deseos inspirados por el odio, por la venganza,por.¡no he de decirlo, no.! deseos, en fin, que en-trañaban en sí el pecado, el desorden, el crimen.Para mí no había sueño, ni sueños, aborrecía eldía y me asombraba la noche.¡Oh.!, la noche.¡Dios mío.! Porque era entonces cuando despuésde atravesar el mar entraba en la nupcial alcoba, y ala luz dudosa de la discreta lámpara, veía las cariciasque aquel bárbaro le prodigaba a la siempre virgende mi amores purísimos.Aquello era espantoso.un tormento sin alivio ni fin, una agonía lenta queme hacía prorrumpir en abominables blasfemias.¡Ay! Yo no sabía a dónde ir ni qué hacer con mi po-bre cuerpo tan fatigado y dolorido, y dentro del cualel torturado espíritu se retorcía en horrendas con-vulsiones sin lograr salir de su cárcel.Para cualquier66E L P R I ME R L OC Ootro, la muerte hubiera sido el único y supremo re-medio a tan incurable pesadumbre, mas para mí,que me hallaba iniciado en los secretos de nuestramanera de ser aquí y allá, no era solución ninguna.Además, quería volver a verla en este mundo, a es-trecharla contra mi corazón.Ya no me bastaba sualma, quería a todo trance poseer también su cuerpoque otro me había robado; la necesitaba toda.todapara mí solo: tenía pues que esperar a que volvierasi acaso yo no podía ir a donde ella se encontraba.Luis volvió a guardar silencio, pero sus labios seagitaban convulsivamente, chispeaban sus pupilas yrechinaba los dientes., creeríase que iba a ser presade una terrible convulsión [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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.Desde que hube oído aquellas blasfemias, em-pecé a comprender y a despertar como deben des-pertar los enterrados vivos dentros de su tumba.¡Pero yo no podía creer aquello.! ¡No.no era po-sible! ¿Cómo había de soportar tan espantosa idea?No sé cómo volví a recorrer el camino, ni cómopude decidirme a subir de nuevo a casa de mi bienhechora, la amiga de Berenice.Sé que me encontréallí, y que aquella mujer hubo de repetirme, llena deconsternación, en presencia de mi doloroso espan-to, poco más o menos lo que aquí acababan de de-cirme.Era verdad, ¡horrible verdad! Berenice se habíaunido a aquel gigante entre sajón y salvaje; si su al-ma era mía, a él había entregado o vendido su cuer-64E L P R I ME R L OC Opo santificando el abominable contrato por mediode un inicuo juramento.¡Mi pobre niña.mi ángelcustodio en brazos de aquel bárbaro, que hacía re-cordar los feroces guerreros germánicos, con suscabellos rojos y sus manos y sus pies de gigante! ¡Midiosa, mi ídolo, mi pequeñuela, tan graciosa comouna hada; tan espiritual, tan sensible, tan pura y tanmía, satisfaciendo los brutales deseos de aquel ani-mal de carnes rojas y alma de piedra!Nunca había sentido yo celos de la que mi almaposeía plenamente, ni imaginara siquiera que podríallegar nunca a tenerlos; hay suposiciones que casipueden tenerse por crímenes.Yo confiaba en ellacomo confían los fatalistas en el destino y los cre-yentes en Dios, cuyas promesas no pueden dejar decumplirse.Berenice era lo que decimos mi ab-eterno, y es inmutable lo que allá se ha ordenado;por eso sigue perteneciéndome.pero.dejemosahora esto.Te decía que nunca había tenido celosde ella, y que hasta me creía exento de esa pasión,castigo el más horrible de los pecados del amor, yque es fuerza que sufra todo el que ama con exceso,a fin de que la tierra, tal cual Dios lo dispuso, no sealugar de placer en el que le olvidemos sino de expia-ción y de tránsito nada más.Desde el momento,65R O S A L Í A D E C A S T R Opues, en que a vuelta de oírlo y de pensar en ello, y,sobre todo, de no verla en parte alguna, pude pene-trarme de que ella era materialmente de otro, de quehabía huido, ese terrible mal de los celos, al cualhabía creído poder sustraerme, me hirió como aningún otro ha herido.En mi corazón acumulósede repente la esencia mortífera de todos los dolores,y empezaron a devorarme cuantos horrendos de-seos puedan atormentar a los hijos de la muerte.Deseos inspirados por el odio, por la venganza,por.¡no he de decirlo, no.! deseos, en fin, que en-trañaban en sí el pecado, el desorden, el crimen.Para mí no había sueño, ni sueños, aborrecía eldía y me asombraba la noche.¡Oh.!, la noche.¡Dios mío.! Porque era entonces cuando despuésde atravesar el mar entraba en la nupcial alcoba, y ala luz dudosa de la discreta lámpara, veía las cariciasque aquel bárbaro le prodigaba a la siempre virgende mi amores purísimos.Aquello era espantoso.un tormento sin alivio ni fin, una agonía lenta queme hacía prorrumpir en abominables blasfemias.¡Ay! Yo no sabía a dónde ir ni qué hacer con mi po-bre cuerpo tan fatigado y dolorido, y dentro del cualel torturado espíritu se retorcía en horrendas con-vulsiones sin lograr salir de su cárcel.Para cualquier66E L P R I ME R L OC Ootro, la muerte hubiera sido el único y supremo re-medio a tan incurable pesadumbre, mas para mí,que me hallaba iniciado en los secretos de nuestramanera de ser aquí y allá, no era solución ninguna.Además, quería volver a verla en este mundo, a es-trecharla contra mi corazón.Ya no me bastaba sualma, quería a todo trance poseer también su cuerpoque otro me había robado; la necesitaba toda.todapara mí solo: tenía pues que esperar a que volvierasi acaso yo no podía ir a donde ella se encontraba.Luis volvió a guardar silencio, pero sus labios seagitaban convulsivamente, chispeaban sus pupilas yrechinaba los dientes., creeríase que iba a ser presade una terrible convulsión [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]