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.Manguinha dio media vuelta y se fue para allá; quería enterarse de lo que ocurría, le gustaba estar cerca de los jefazos, contribuiría con ideas y aumentaría su prestigio.—¿Dónde está el dinero? —preguntó Coca-Cola receloso en cuanto Manguinha llegó.—El tipo está pelado, ¿sabes? No ha logrado vender… —contemporizó Manguinha.—¡Mátalo, mátalo! —le ordenó uno de los jefes.Manguinha no tuvo necesidad de ir a la casa de su amigo, pues lo encontró en la Praga Principal.—Oye, que los tipos están dispuestos a charlar contigo, ¿vale?—Perfecto, mañana aparezco por el Fogueteiro y hablo con…—Hermano, tiene que ser ahora.Trae tu coche, yo te espero aquí.Manguinha se sentó al volante del vehículo; conducía en silencio al lado de su amigo, que intentó trabar conversación, aunque desistió al cabo de un rato.Manguinha pensaba en la familia de su amigo: no sería capaz de mirar a la cara de ninguno de sus parientes después de matarlo.Evocó las tardes que habían pasado juntos oyendo rock, bebiendo vino y fumando marihuana, y las mañanas en la playa, los bailes y las carreras de coches en el Alto da Boa Vista.Recordó cuando Aristóteles sacaba el culo por la ventanilla del coche y le decía a Manguinha que tocase la bocina, o cuando imitaba a Raúl Seixas, convencido de que el Diablo era el padre del rock.Iba a matar a su amigo, pero lejos de allí y sin que nadie se enterase.Era una noche calurosa.Manguinha conducía a gran velocidad.Cuando pasaron por el Mato Alto, un lugar bastante solitario, pensó en detener el coche, decirle a su amigo que se bajase y dispararle por la espalda; pero la esperanza de que una conversación con los jefes podría salvar a su amigo de una muerte segura le impulsó a llevarlo hasta el morro del Alemán.Hizo un tímido intento por dialogar con su amigo, sugiriéndole que tal vez, si vendía el coche, podría saldar la deuda.Manguinha pidió a Aristóteles que lo esperase en una ladera del morro y él subió los quinientos metros que lo separaban de la chabola donde los jefes aún estaban reunidos.—Hermano, ese pringao está diciendo que cogió cincuenta mil y pagó en la fecha fijada.Cuando la hierba estaba buena, vendió a punta pala, o sea que pudo ahorrar algo, ¿me entiendes? Así que cárgate lo, cárgatelo… Nadie te mandó que lo trajeses.Desaparece con él lejos de aquí y cárgatelo… Hay que mandar dinero para la fuga del colega, ¿vale? Ese gilipollas coge la hierba y ahora dice que está pelado: ¡cárgatelo, cárgatelo!Manguinha quiso interceder un poco más en favor de su amigo, pero le entró miedo: al fin y al cabo, se hallaba ante uno de los jefazos de la organización.Tenía que ser cruel, no podía negarse.Salió de allí con el arma en la parte de atrás de la cintura y el sabor de la muer te en la boca.—Tenemos que ir hasta el Fogueteiro, los tipos se fueron hacia allá.Mientras conducía, Manguinha iba pensando dónde mataría a su amigo y se arrepintió de no haberlo liquidado en el Mato Alto.De pronto, le entró el impulso de cargárselo allí mismo y acabar de una vez por todas con el sufrimiento.Detuvo el coche antes de llegar a Irajá.—¡Baja! —le dijo apuntándolo con el arma.—¿Qué pasa, tío? ¡Somos amigos! ¿Te has vuelto loco?Sin apearse del coche, Manguinha disparó dos veces al pecho de un Aristóteles atónito, arrancó y salió a toda pastilla.Al cabo de unos minutos, dio media vuelta y regresó al lugar donde había dejado el cuerpo sangrante de su amigo.Lo metió en el maletero.Sudaba, sentía frío, pensó que si lo auxiliase a tiempo lo salvaría; detuvo el coche y abrió el maletero para ver si su amigo todavía estaba vivo; sin embargo, fue incapaz de comprobarlo y decidió dejar el cuerpo allí mismo; comenzó a sacarlo del maletero, pero desistió en mitad de la operación; entró en el coche, no tenía noción de dónde estaba, el aturdimiento le paralizaba el alma, su corazón se aceleró mientras conducía en el calor de la noche.En la calle, la gente estaba sentada en los portones de las casas, algunos niños jugaban a la pelota, unos adolescentes preparaban una fiesta americana y los bares estaban repletos.Manguinha sólo veía la carretera, no reparaba en los semáforos; por su mente cruzó la idea de parar frente a un ambulatorio para dejar el cuerpo y marcharse; temblando, apretó el acelerador del Opala.Evocó la imagen de Aristóteles en el caserón abandonado, esforzándose por salvar a una niña que se ahogaba en la piscina.Su amigo tenía buen corazón, no merecía morir de aquella manera.Oyó la sirena de un coche patrulla detrás de él y aceleró aún más.Se metía contra dirección, se subía a las aceras; se arrepintió de no haberse librado antes del cuerpo.Cruzó el viaducto de Madureira, pegó un frenazo al final de la bajada y tomó la dirección de Cascadura; miró por el espejo retrovisor y, al comprobar que ya no lo perseguía nadie, disminuyó la velocidad, pero continuó saltándose los semáforos durante diez minutos más [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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